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Viaje hasta San Pedro

Actualizado: 15 may 2020


A la mañana siguiente me levanto temprano para hacer el autostop más largo hasta ahora. De La Serena a San Pedro de Atacama, unos 1200 km. La longitud de Italia.

Después de comer un sándwich con huevo y aguacate comprado en un puesto a la orilal de la Panamericana, empiezo a pedir aventón llenando mis pulmones con tanta confianza con cada respiración que puedo tomar.

Después de media hora, aquí está el primer carro que se para.

Es un joven trabajador de una mina que vuelve a trabajar después de las dos semanas de descanso que le toca cada tres semanas. Típico de estas mansiones duras, lejos de la civilización.

Me explica algunos de sus oficios y empiezo a aprender sobre la vida, si se puede llamar así, en el norte de Chile cuya economía se basa en la minería.

A medida que seguimos en un paisaje cada vez más desértico empiezo a ver incluso los primeros camiones de transporte de tierra de las minas. De hecho, no están realmente en movimiento, sino que siguen en piezas separadas transportadas en camiones especiales. El cuerpo del remolque es mega gigante: una piscina olímpica. Las ruedas ni siquiera pueden saber qué diámetro tienen. Todo lo que sé es que para entrar en la cabina necesitas una escalera como si fueras a la segunda planta de un edificio.


Pasamos una sierra alta que ya se podía ver desde lejos zigzagueada por la autopista. Pensé que descenderíamos de nuevo, pero en vez de eso continuamos en una meseta donde un poco más adelante tengo que descender. Paramos en una estación de servicio cerca del camino de tierra que el chico tomará. Nos tomamos una foto y luego me pongo a lado de la carretera, ya mi hábitat.

Está bastante fresco y una ligera niebla se mueve rápidamente al tocar el suelo.  

Pocos coches van en ambos sentidos.  Ni siquiera es hora de dejar la mochila al piso que una furgoneta blanca se para a recogerme.

Se dirige a Copiapó, una ciudad situada en una cuenca donde las temperaturas de verano son imposibles.

El chico es divertido, está en paz consigo mismo y con la vida, en mi opinión. Ha estado viajando desde Santiago para traerle a su hermano algunos muebles. Su método para mantenerse relajado después de todo este viaje y fumarse marihuana. Me ofrece un cigarrillo, pero como no fumo nada, le agradezco y lo rechazo diciéndole que no tengo ningún problema si él se lo fuma.

Después de al menos cien kilómetros llegamos a un peaje. Pero en realidad no llegamos a eso. Mientras miras a lo lejos, el chico me dice que es muy caro y que debe haber una forma de engañarlo.

Mientras me dice eso vemos a la derecha en medio del desierto a unos diez kilómetros un camión en dirección contraria que levanta una gran nube de polvo. 

"¿Es ese?" Me hace "bah creo que sí, esa es la dirección. Vamos a intentarlo", le digo.

Nos deslizamos por este camino de tierra, arena y piedra.

El camino sigue los pilones de electricidad de alto voltaje. Tal vez sea una vía de servicio. Nos cruzamos la camioneta que vimos antes y nos fijamos en la matrícula boliviana. Son camioneros que conducen mucho por estos lados. Conocen todos los atajos para ahorrar dinero.

Así que como si el camión boliviano fuera la prueba definitiva, continuamos en medio del desierto, confiando en que tarde o temprano habrá un desvío.

Poco después de la altura del peaje, de hecho, hay una curva a la izquierda. En realidad no hay que imaginarse un camino destapado cualquiera, nada más seguimos las huellas de otros coches que han pasado antes que se quedaron en el polvo.

Volvemos sobre el asfalto con la alegría del éxito de la expedición al desierto para no pagar 20 mil pesos (unos 18 euros).

Llegamos a Copiapó con una temperatura de 32 grados aunque ya hemos entrado en abril. Desde donde me bajo hay unos 2 km para llegar a la parte de la carretera que sale de la ciudad.

Llego allí bajo un sol deslumbrante y sin ninguna sombra y intento hacer autostop. No pasa mucha gente y a los pocos coches no le doy lastima.

Pasa una hora y llega un autobús. Sin que lo llame se para y, púes, pregunto cuánto cuesta hasta Bahía Inglesa, una ciudad costera a sólo una hora.

El sexto sentido me dice que es mejor subir y acepto al precio indicado.

Una vez en la costa , le doy un paseo al pueblo y aprovecho para comprar unos plátanos y agua para hidratarme.

El pueblo, normalmente animado, ahora en temporada baja es casi abandonado. Aprecio el agua limpia del mar y la playita pero el sol es fuerte así que me decido a ir a la Panamericana a un par de kilómetros de distancia para seguir el viaje.

Cuando llego a la carretera me paro donde hay mas espacio y en los campos a lado noto un grupo de casas pobres y destartaladas no tan fiables. Pero como no tengo nada excepto mi mochila, no me abruman los pensamientos negativos.

Pasa media hora en la que tal vez hayan pasado un total de dos coches, pero gracias al cielo aparece un camión, santo y querido camión, que frena.

Viajamos al menos doscientos kilómetros a lo largo del océano al atardecer, cruzando colinas y montañas desérticas hasta llegar a Chañaral, una ciudad marrón/roja.


Una inundación dos años antes la devastó cubriéndola toda de barro y barriendo las ahora inexistentes playas y dejándola por desgracia muerta. Las marcas todavía son visibles en las casas y carreteras, por ejemplo una que tomamos en lugar de tener dos carriles tiene sólo uno disponible porque la tierra, incluso a dos metros de altura, se ha apoderado de todo al rededor. Es precisamente la hora de la puesta de sol a las 8 de la tarde y el sol de un color naranja intenso le da una cálida sombra este lugar fantasmagórico.

El camionero me deja en una gasolinera cerca de una estacionamiento de camiones y puestos de comidas vacíos que puede ser un gran refugio nocturno.

Ya se hizo noche, pero veo movimiento en algunos camiones parados. Así que me acerco a uno y le digo que voy hacia San Pedro de Atacama. Se dirige a Arica, la ciudad en la frontera con Perú en el extremo norte y se justo ahora va arrancando. Incrédulo de la coincidencia subo súper feliz y empezamos mi primer viaje nocturno.

No puedo y no quiero dormir para entretener al camionero que seguramente quiere compañía en un tramo tan solitario.

De hecho, la ciudad de Chañaral marca el límite sur del desierto de Atacama, el más seco del mundo.

La ruta que nos lleva a la bifurcación donde nos separamos es de cientos de kilómetros de largo y toma 7 horas.

Horas en las que no hay nada alrededor. Sólo piedras y tierra, ni siquiera una casa. De vez en cuando alguna luz en el vacío que mi amigo camionero me explica ser la entrada a alguna mina.

De lo contrario, es un verdadero desierto.

La luna que se eleva está casi llena así que se pueden observar los contornos de las montañas y algunos detalles del paisaje.

Siempre estoy buscando una ocupación mental, mirando las estrellas, pensando en cualquier cosa o intercambiando algunas palabras. 7 horas son mucho tiempo y llegan esos momentos de silencio total que me hacen sentir un poco incómodo como si no hiciera bien mi trabajo. Sin embargo, veo que incluso el camionero cuando conduce no tiene ganas de responder a demasiadas preguntas.

Finalmente llegamos a la primera casita de la carretera que es una taberna frecuentada por camioneros. Es pasada la medianoche y comemos un plato único bien servido y abundante por un modesto precio de unos 3000 pesos.

A partir de ahí, la carretera recta desciende durante decenas de kilómetros, por lo que ya se pueden ver las luces de la ciudad de Antofagasta, una importante ciudad portuaria e industrial.

Parece que está cerca, pero lo alcanzamos en una hora y media.

Continuamos y alrededor de las tres de la mañana llegamos a la bifurcación de la carretera panamericana que lleva a Arica o a Calama.

Justo aquí hay una gasolinera ya llena de camioneros durmiendo en su trailers. Saludo a mi amigo de la noche que entra en el bar para tomar un café mientras le pregunto al tipo del bar si puedo acampar a lado bajo los árboles (los únicos presentes). Me dice que sí, que puedo sin problemas y que tenga cuidado por la mañana a las nueve con el sistema de riego que debería funcionar.

Me duermo al menos 5 horas hasta las 8.

Duermo bastante bien aunque al final tenga que despertarme más temprano porque el arranque y el desplazamiento de los camiones parecen hacerlo dentro de la tienda por el ruido y por las vibraciones del suelo.

Recojo mis cosas y voy a la tienda que también tiene baños con duchas. Pago una luka o 1000 pesos (poco más de un euro) por el servicio. Me siento completamente nuevo y con energía para llegar finalmente en el día a San Pedro.

Compro un chocolate y bebo un jugo para darme el azúcar necesario para cualquier paseo no planeado que pueda tocarme en la mañana y me coloco en el fondo de la plaza donde ya se toma la salida a la derecha hacia Calama.

Una hora de espera en la que la gasolinera se queda vaciada de casi todos los camiones, obviamente todos van hacia Arica. No más de tres coches pasan en dirección de Calama pero nadie siente pena por mí por estar pidiendo aventón en el medio de la nada.

Y cuando menos te lo esperas, ¡voilà! Un camión de la compañía petrolera Cópec se detiene y me llama para apurarse haciéndome señas con las manos.

"Entra y cierra la puerta. "Acuéstate en la cama para que no te vean, sobre todo los colegas que vienen en sentido contrario. No podemos llevar a gente".

Me acuesto cómodamente en la cama detrás de los asientos y empezamos a hablar como si él fuera el psicólogo y yo el paciente. De vez en cuando me siento y miro las montañas que empiezan a perfilarse con una línea blanca en la parte superior. No sabemos realmente si son nubes o nieve.

De vez en cuando me acuesto o me escondo detrás de la cortina.

No recuerdo su nombre ahora, pero me encanta el hecho de que aunque no pudo haberme cargado lo ha hecho. Vio que soy un tipo confiable y que a veces es mejor pasar un buen rato en compañía desafiando las reglas.

El paisaje es siempre desértico pero sus matices son diferentes: hay más rojo mezclado con blanco y gris, mientras antes era casi monocromático en rojo tendiendo a marrón. En este gigante planicie se puede ver a los lados pasar algún tren que lentamente va a algunas minas de cobre o está de regreso. Sólo esperas que no te pase en una encrucijada porque si no, te tocan unos 15 o 20 minutos parado antes de que termine.


Después de una hora y un poco más llegamos a Calama. En la rotonda decorada con esculturas de hierro oxidado que se encuentra en el extremo sur de la ciudad, aún afuera de cualquier urbanización, me bajo para caminar hasta el cruce que lleva a San Pedro. 

Es de mañana y no hay nadie o casi nadie. Puro silencio interrumpido por algún coche. El azul del cielo, el rojo de la tierra y eso es todo. O mejor dicho, la inmensidad. A lo lejos se puede ver el blanco aeropuerto. ¿En un desierto tan vasto y plano, no habían podido construirlo un poco más cerca?

Camino veinte minutos y atravesando un terreno de piedras llego a la placa que indica la Ruta del Desierto.

Es un gran cartel verde con el mapa de los lugares de interés turístico. San Pedro está a 120 km.

El sol obviamente pega fuerte ya que justo antes de la bifurcación de la Panamericana donde acampé pasa el Trópico de Capricornio. Busco una sombra que sólo el letrero puede darme en ausencia de árboles, pero el sol, ya alto, crea una sombra delgada que sólo un espagueti podría disfrutar.

Algunos vehículos pasan y deberían estar acostumbrados de ver turistas o mochileros, pero veo que en este momento la suerte no gira bien.

Dos horas más tarde una señora llega a pié y se para antes que yo para hacer autoestop. Dejo de lado la cuestión de la regla no escrita de que si llegas después de otro que ya está haciendo autoestop hay que ponerse a una cierta distancia detrás para que el orden de llegada sea correcto. Dejo la regla en paz porque sé que una anciana es un billete no escrito para el destino deseado.

De hecho, ni siquiera diez minutos y un pick up rojo para. Se dirige a Toconao incluso más allá de San Pedro. Le dice a la señora de subirse así que le hago saber que también voy allí y si puede hacerme el favor de llevarme. Sin dudarlo, me deja subir.

El paisaje rojo con contornos grises o blancos se abre aún más hacia el infinito en cuanto pasamos por algunas colinas. Por un lado se mueven unos molinos de viento, que noto que son de una conocida empresa italiana, y por otro lado la cordillera de los Andes, que antes en el camión vi pequeña y borrosa, se hace cada vez más grande.

Descubro que el blanco de la cima de los picos es en realidad nieve y que la mayoría de las montañas son volcanes. 

Como un niño observo ese espacio inhumanamente grande y vacío pegado al cristal.

De repente, después de algunas curvas, la llanura de San Pedro se extiende delante de nosotros con sus lagunas, sus poderosos volcanes y sus colinas esculpidas por la lluvia durante millones de años dando un aspecto lunar al paisaje.

El camino atraviesa parte de estas montañas como una verdadera entrada al mundo mágico, Atacameño. En el lado derecho están los tonos blancos que se hacen cada vez más prominentes hasta que la colina es una espuma de capuchino: polvo de canela sobre el blanco de la leche espumosa. 

Es la cordillera de la sal, rocas puramente salinas que datan del mar prehistórico que existió en toda la zona desde Chile hasta Perú, Bolivia y Argentina. Otros vestigios de esa era son las lagunas saladas y el lago Titicaca.

Unas cuantas curvas más y llegamos a San Pedro.

Nos dejan a mí y a la señora al desvío con el pueblo delante de mí y concluyo mi último kilómetro de los 1200 previstos a pié.

¡Lo hice!

El interminable viaje nocturno con campamento intermedio en la gasolinera fue otra etapa del rito de iniciación para entrar en los mochileros profesionales.



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