El fatídico día de salida es el 4 de marzo de 2017.
El vuelo prevé la salida de Milán Linate a Buenos Aires con una escala en Roma y posteriormente desde Buenos Aires otro avión con dirección a Ushuaia.
Los saludos en el aeropuerto se llevan a cabo sin demasiadas tragedias también porque serían solo seis meses.
Parece que empiezo otro viaje como los otros pasados, sin embargo, de mayor duración.
Sin turbulencias y sin problemas en el aeropuerto de Roma, llego a Buenos Aires de noche. En el aeropuerto, bastante anónimo por ser la capital de un país, lo único abierto es la oficina de cambio de moneda del banco argentino: a la entrada hay una fila bastante larga hecha por toda la gente recién llegada con mi mismo avión y con uno anterior desde Madrid.
Afortunadamente tengo varias horas antes de poder tomar el próximo vuelo a la Tierra del Fuego, así que con paciencia espero mi turno. En esta espera hago mi primer encuentro con la cultura Rioplatense: todos los empleados, incluido el guardia de seguridad sentado en una mesa, tienen su compañero inseparable. Un termo de agua caliente para cebar mate.
Cambio el dinero, 50 € solo por un cambio de 1:17, y me dirijo a la otra terminal para esperar ya frente a la puerta de embarque, justo el tiempo que nos avisan que el avión llegará con dos horas de retraso.
Nada, me toca matar el tiempo así que charlo con una joven pareja italiana y disfruto de la llegada del amanecer a través de las ventanas de la sala de espera.
Mi lugar está lado ventana, así que cuando estamos a punto de llegar entre una nube y la otra, empiezo a buscar por primera vez las montañas de los Andes que aún no sé que me acompañarán durante mucho tiempo por todo mi viaje o casi.
El día es hermoso para ser la punta de la Patagonia, a menudo azotada por fuertes vientos y lluvia.
Mientras espero el equipaje, ocurre el primer pequeño accidente: mi mochila no llega. Tuve que recogerla en Buenos Aires. La culpa no fue realmente mía, sino de la azafata de facturación de Milán a la que le pregunté explícitamente si el equipaje debía recogerse en el destino final dándome una respuesta afirmativa.
Menos mal que conmigo tengo la mochila más pequeña con lo esencial, por ejemplo, cambio de ropa y el estuche para el baño.
Notifico a las autoridades la ausencia de equipaje y confirman la entrega dentro de dos días.
Como salgo del aeropuerto empiezo a respirar la emoción de haber llegado a la Patagonia. La observo con su cimas nevadas a pesar de que todavía estamos en verano a estas latitudes y analizo los colores y sonidos que me rodean.
La idea de estar en el "fin del mundo" me emociona, pero no me doy cuenta hasta que tomo mi teléfono en mano y abro el mapa: un punto azul que respira en la punta de América del Sur lejos de todo y de todos.
Empiezo a pensar en las personas que han vivido allí durante toda su vida, conectados al resto de la civilización a través de una sola carretera y un aeropuerto.
Como todos los turistas de turno a ese sitio, sello el pasaporte como recuerdo oficial de mi llegada a esta área remota, a solo 1000 km de la Antártida.
Observo el puerto que, como en una pintura de oleo impresionista, se ve decorado por un viejo barco oxidado inclinado sobre un costado encajado en un espejo de aguas que reproduce bocabajo la cordillera y el resto de la bahía.
Pienso: "este es el fin del mundo, pero será el comienzo de algo increíble para mí".
Después de caminar por algunas calles, decido hacer un pequeño recorrido por el canal de Beagle, el canal que separa la tierra de fuego de la isla chilena ubicada al sur, donde Puerto Williams es el pueblo más austral del mundo.
El recorrido consiste en un viaje en bote por un máximo de dos horas para observar pingüinos, cormoranes, leones marinos y algunos islotes. Estas son las primeras observaciones naturalistas de paisajes y animales a las que estaba acostumbrado solo por documentales.
Entre varias historias que el guía nos cuenta se me queda una en mi mente:
''Se llama la Tierra del Fuego por las fogatas esparcida por toda la costa de las tribus indígenas y que los primeros exploradores veían desde sus barcos''.
La peculiaridad de estas poblaciones es que vivían prácticamente desnudas en estos climas fríos. Sí, exactamente DESNUDAS. Aislaban térmicamente sus cuerpos untándose la piel con grasa de leones marinos o ballenas.
Al siguiente día decido explorar es el Parque Nacional Tierra del Fuego.
Con una van local, me dirijo al parque, pero como había perdido la salida anterior, llego bastante atrasado respecto a con lo que quería recorrer.
Así que empiezo a caminar bastante rápido por algunos caminos que había elegido antes en el mapa.
En ese trekking acelerado, la vastedad y belleza del paisaje son demasiados prominentes para no hacerle caso y no parar a respirar esa sensación de paz extrema.
Me siento en un tronco a la orilla del lago. 20 minutos así, inmueble.
Hay un silencio total o quizás este sea el verdadero ruido de la vastedad de estos paisajes lejanos.
La única medida del tiempo que camina muy lentamente cojeando son el viento que sopla en la cara y los chubascos acompañados por rayos solares que filtran entre las nubes que se desplazan al horizonte dibujando sombras en el agua y en las laderas
Mi pantalla es un enorme lago bordeado por altas montañas que se pierden hacia el lado chileno en este silencio total pinchado por el aire frío en el extremo de la Patagonia.
Lo más hermoso es que estas lluvias, si las miras bien, no son solo agua sino pequeñas caídas de nieve que en la parte final se convierten en agua. Y si el sol se asoma por un rato ahí va la magia de un arco iris como a demostrar que si estás en un lugar de fantasía, púes, aquí tienes el toque de color que te faltaba.
En la mañana cuando me despierto veo las montañas blancas casi casi hasta la ciudad. Nunca vas a saber que clima hará, pero por suerte al mediodía la situación mejora y decido ir hacia el centro para luego subir una montaña y llegar a los pies del glaciar Martial.
Encuentro en el puerto una chica de Buenos Aires turisteando sola y en el pedir de sacar una foto el uno al otro nos organizamos para ir a hacer trekking juntos.
Como me imaginaba, nos toca un poco de nieve pero lo mejor fue el regreso.
Nos aventuramos a descender del glaciar a la ciudad a pie. Elección que es recompensada por un bosque de hadas como si los gnomos salieran en cualquier momento.
Una alfombra de hojas y césped perfecto, ordenado con una densa presencia de troncos iguales y rectos, todo cepillado por un toque de naranja roja para indicar que el otoño a principios de marzo aquí en Ushuaia ya llamó a las puertas.
La ultima noche la paso en compañía de mi anfitriona y la chica de la excursión, ambas de nombre Mariela, y sus amigos en un pub del ciudad. Tomamos y reímos quedándonos de cruzarnos nuevamente a mi llegada a Buenos Aires en los meses futuros.
Entre una charla y la otra tomo notas de como y donde ir a la salida de la ciudad la mañana siguiente para comenzar el primer viaje a dedo de toda esta gran aventura:
600 y pico kilómetros para alcanzar Río Gallegos.
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