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Patagonia Argentina

Actualizado: 15 may 2020


A la mañana siguiente, besado por el sol y un viento fresco, tomo el autobús que tarda sólo dos horas en llegar a El Calafate. Una vez que llego, visualizo en el mapa la ubicación de la casa de mi anfitriona Estefania, que está a 4 km del centro. Me voy a pié para admirar el Lago Argentino con su color azul claro ondulado por el viento rodeado de montañas nevadas y pastos de potreros. Poco a poco empiezo a percibir la cultura argentina de los gauchos, criadores y entrenadores de caballos entre los mejores del mundo y caracterizados por un vestido que recuerda el estilo de la primera mitad del siglo XX en la Italia campesina, especialmente en el Sur, con sombreros similares a la ''coppola''. Después de un recorrido por las calles del centro entro en una agencia para ver qué actividades ofrecen y con algunas dudas me suscribo a una excursión en el hielo del Perito Moreno para el día siguiente.

La suerte está de nuestro lado y nos regala un cielo azul sin nubes donde la vista se rompe con los picos más altos de la frontera con Chile. Ya llegando a las primeras curvas de la carretera para superar la colina que separa la ciudad del glaciar se puede ver el glaciar en toda su inmensidad. Te quita el aliento de lo grande e inmenso que es. Que pequeños e insignificantes que somos frente a ciertos eventos naturales: esta mancha blanca que se extiende desde los picos más altos hasta el agua turquesa del Lago Argentino es de una belleza desarmante. Las paredes que se elevan frente a ti cuando llegas a las pasarelas son imponentes y sus grietas y rugidos vibran con el viento hasta que te alcanzan y te asustan. Grietas que gritan que el glaciar está vivo y que se mueve. De vez en cuando un trozo que a primera vista parece diminuto comparado con la altura de la pared blanca/azul, se releva lo que realmente es cuando golpea el agua generando un mini tsunami que luego se rompe en la orilla a unas pocas decenas de metros de distancia.


La excursión incluye un pequeño paseo en barco no muy lejos de la pared de izquierda hasta llegar a la orilla lateral desde donde comienza una pequeña caminata con rampones en el hielo. Se pueden observar los canales y las cuevas de color azul turquesa excavadas por el agua de fusión y parecen iluminadas por una fuente de luz interna. Algunas de las varias explicaciones sobre el glaciar permanecen en mi mente. Por ejemplo, que la nieve que hoy se acumula en la cima de las montañas y que luego formará el hielo del futuro tarda cientos de miles de años en llegar a la lengua cerca del lago y la velocidad varía según el punto observado: en los laterales unos pocos cm o mm por día, mientras que en el frente incluso 1 metro por día. Es extraño pero cierto que gracias al alto aporte de nieve este glaciar no se reduce como otros en el resto del Planeta. El tour termina con un brindis con un vaso de whisky y hielo roto allí mismo. Si el licor tiene varias décadas de antigüedad, imagínense el hielo.


El día siguiente lo dedico a conocer mejor el pueblo y sus bares; en uno de estos tomamos una cerveza con mi anfitriona Estefanía y su novio italiano y haciendo amigos con otros viajeros. En una de estas ocasiones me encuentro Miller, un mochilero colombiano que viaja a lo largo de la costa del Pacífico hasta llegar a Argentina donde encuentra un camionero que lo lleva durante 3 días hasta el fin del mundo, en la tierra del fuego. Pasa unos días visitando la ciudad mientras el camión descarga y carga la mercancía, regresando la noche al vehículo para dormir con el camionero que luego lo lleva de vuelta al norte. También me dice que está acampando en un jardín de una casa a cambio de algunos trabajos. Los pensamientos que tengo para escuchar estas historias son de admiración, coraje y entusiasmo, etiquetándolo como loco. ¿Quién hubiera pensado que este es uno de los primeros episodios que recordaré más tarde para animarme a hacer locuras aún más extremas? Sin duda Miller, has sido un mentor y como sabrá, el estudiante supera al maestro ajajaja :) Estefanía tiene un scooter, así que cuando le aviso de que me iba al día siguiente se ofrece a llevarme a la rotonda de la salida para empezar mi autostop. Temprano en la mañana, alrededor de las 7 a.m. salimos y con algunas dificultades debido al viento llegamos al punto de despedida. Nos saludamos y cuando miro a un lado de la carretera encuentro al menos otros 7/8 mochileros ya en acción. "Maldición, incluso hay competencia para pedir un aventón?". La regla no escrita es que si llegas más tarde, debes pararte después y más distante que los primeros. Incluso me dirijo a casi un kilómetro para no presenciar las escenas de una chica pidiendo el autostop en manera desesperada a los pocos coches casi llorando como si fuera cuestión de vida o muerte. Amiga, así nadie te llevará. Como imaginaba el día se hace difícil, poco tránsito y demasiados mochileros: al menos una docena. Mientras canto entre mi mismo para pasar el tiempo y no desmoralizarme, aparece una chica de Hong Kong que también va en camino al Chaltén.


Toma mi letrero que había preparado con el nombre del destino y comienza a agitarlo como una de esas que marca el comienzo de una nueva ronda en un encuentro de Wrestling.

Locos, sonrientes y llenos de energía, empezamos a divertirnos juntos haciendo también señas con los pies y no sólo con las manos. Alguien sonríe pero nadie se detiene. Mientras seguimos esperando ella empieza a contarme sobre su viaje y yo me quedo atónito cuando me dice que viajó sola durante 3 años y sobretodo en algunos lugares de ilegal porque le habían robado el pasaporte y estaba esperando para entrar a Brasil (¡Brasil! ¡Estamos en la Patagonia!). Ella también casi todo su recorrido es por autostop y por ser una chica casi me quitaría el sombrero como señal de mi reverencia a su determinación y coraje: se necesita más valor que un hombre, por desgracia injustamente, pero me hace pensar en lo feliz, libre y seguro que es buena parte de este mundo y que no te cuentan. Después de esperar al menos 5 horas decidimos que el día no es bueno, así que cambiamos el lado de la carretera y hacemos autostop hasta el pueblo. Al contrario, es fácil y un chico con su pequeño hijo nos carga a los dos hasta el centro. No quiero perder otro día, así que decido tomar un autobús porque son sólo 2 horas, mientras que la chica prefiere intentarlo de nuevo al día siguiente.

Después de un par de horas de espera salgo con el primer autobús disponible.

Nos sumergimos en un paisaje pintado por el viento que da una textura suave y lenticular diseminada por todo el cielo especialmente sobre las cumbres de los picos que en esta zona toman formas muy parecidas a las Dolomitas italianas y la más emblemática es precisamente la más alta llamada Fitz Roy, mausoleo de los escaladores profesionales. Al llegar lo primero que hago es buscar un alojamiento que resuelvo en un camping con vista al valle. Coloco la carpa entre dos arbustos para mantenerla protegida del viento. Es la primera vez que la abro; será mi casa en muchos momentos de mi viaje.

En las primeras horas del amanecer empiezo a oír la lluvia contra la capa de la carpa y es el presagio de un día frío y húmedo. Como no quiero perderme el día pasándolo en la carpa o encerrado en un bar me pongo mis botas de Gore-Tex, pantalones y chaqueta impermeables y empiezo a dar un paseo por la parte baja del valle cerca del río. Avanzando un par de kilómetros llego a una cascada. Bajo una roca que sirve de techo, me encuentro con un par de ancianos con los que empiezo a charlar mientras cada uno consume su almuerzo de saco intercambiando algunas golosinas que el otro no tiene. La cantidad de agua es tan grande que todas las protecciones contra la lluvia son inútiles, por lo que todos estamos de acuerdo en volver a la aldea. Me siento en un bar con el objetivo de secarme un poco, dejando mi chaqueta, zapatos, guantes y sudadera en los radiadores mientras me caliento con un chocolate caliente y disfruto de mi equipo del corazón jugando en la octava ronda de la Liga de Campeones. Por suerte el cielo drena toda el agua que tenía ahora y los siguientes días se convierten en preciosos regalos patagónicos. Rara vez se pueden tener varios días despejados en ausencia de viento fuerte, pero la casualidad quiso que éste fuera uno de esos momentos afortunados. Paso mis días haciendo senderismo unas 8/9 horas cada uno descubriendo la comodidad de este pueblo, porque está en el parque con todos los caminos que se bifurcan de las casas, por ende puedes decidir cada día una ruta diferente seguro que luego alcanzas a volver al camping, albergue u hotel a menos que quieras acampar en montaña. Todo eso quiere decir que no tienes que llevar demasiado peso en la mochila.



Entre las diversas charlas en el camping me encuentro con dos argentinos, Lucas y Mariano, de Buenos Aires y un francés que viaja con su bicicleta. Inmediatamente nos hicimos amigos y como nadie ha hecho el camino a la Loma del Pliegue Tumbado les propongo ir allí por la noche con las linternas y luego ver el amanecer desde la punta de esa montaña. El lugar también es recomendado por el chico de la recepción que dice que es uno de los más bellos miradores de todo el parque con una vista de 360 grados de la zona: lagos, glaciares, bosques y picos. A las dos de la mañana, como acordamos, salimos con nuestras linternas y mochilas. La ruta incluye 4 horas de caminata. Después de las dos primeras horas salimos finalmente de la parte boscosa y una brillante luna llena ilumina el paisaje dándole un tono plateado. Incluso decidimos apagar las luces. La parte final es bastante empinada y parece un planeta extraño, lleno de guijarros afilados y brillantes.

Llegamos a la cima, azotados por un viento muy frío pero no extremo. La luna muestra su magia sobre el Fitz Roy coloreando las rocas de plata y brillando en los espejos de agua esparcidos entre las colinas y los bosques. Nos cubrimos con el saco de dormir abierto del francés y contemplamos la llegada del amanecer que primero tiñe de naranja los picos y poco a poco se eleva para hacer brillar los valles. El único ruido es el viento que desaparece unos metros por debajo de la punta. Es la paz de los sentidos, es la belleza del mundo frente a tus ojos, es la respiración más profunda que puedes tener, es tus latidos al ritmo de la tierra tan hermosa que todo parece falso.


Después de una buena media hora decidimos bajar para no encontrarnos con más turistas y dejar que el francés continúe a otro campo base. En el descenso con Lucas, el único argentino presente conmigo, nos encontramos en una visión de la naturaleza como en un cuadro. Sin decir nada, ambos entendimos que vale la pena disfrutarlo en silencio por un tiempo. Vemos un tronco en medio del césped y nos sentamos. Frente a nosotros se extiende un pasto amarillo cuesta abajo hacia el valle y el resto del parque nacional. Para guiarnos la perspectiva del panorama se destacan a ambos lados dos bosques verde oscuro. Algunas vacas salvajes nos ven y se alejan detrás de la curvatura de la pradera como para que sigamos nuestra mirada en esa dirección donde los lagos parecen pedazos de espejos, donde los glaciares de color azul/blanco embellecen la cadena del Fitz Roy hecha por sus torres rocosas levantadas al azul intenso del cielo como si estuvieran remojándose ahí adentro. Es un valle encantado como en un dibujo animado que seguramente los dinosaurios habrán podido admirar realmente. Tras una media hora de silencio y contemplación escuchamos a los primeros excursionistas de la mañana que vienen del pueblo, así que decidimos continuar el descenso hacia nuestro campamento donde nos espera una agradable ducha, un descanso y un delicioso plato de cordero con salsa de hongos. En ese momento, ya me siento fuerte de nuevo y me convenzo de pasar la noche en las montañas en la base del Fitz Roy. Es una caminata de 5 km de ascenso y en unas 2/3 horas se hace rápidamente. Preparo la mochila más pequeña con sólo la tienda, el colchón y el saco de dormir más que la ropa invernal. La idea sería llegar a la zona de acampada a tiempo para armar la carpa antes del anochecer y luego ir a dormir y despertarme alrededor de las 4:30 a.m. para poder llegar al final del camino en el lago bajo la aguja de Fitz Roy y desde allí observar la llegada del nuevo día. En el paseo hacia la montaña soy el único en esa dirección: todos bajan o ya están acampando. Entre los diversos encuentros de desconocidos con los que siempre se intercambia un "Hola" o "Buenas", también me encuentro con la chica taiwanesa con la que había intentado hacer autostop a El Calafate sin éxito. Con más paciencia, se quedó en el pueblo y al día siguiente, gracias a una familia suiza con su casa rodante llegó acá.

Justo poco antes de llegar al campamento, se me abre a mi frente un valle secundario más alto como si fuera una meseta. Si la vista del día anterior fue mágica, este es definitivamente un nivel más alto. La proximidad a las montañas permite apreciar todos los detalles, desde las grietas hasta los dibujos de las rocas en todos sus perfiles, desde las cascadas que salen de los glaciares que cuelgan hasta los arroyos que como serpientes se ramifican en el valle entre las altas hojas de hierba verde rozada con amarillo. En este pacífico y suave flujo de agua pura muevo mis pasos entre los tablones de madera que forman pasarelas montadas para no mojarse los pies. No olvido ese momento con esa vista tan inmensa y tan pacífica. Finalmente llego a la zona de acampada completamente llena de carpas, tanto que no es fácil encontrar un lugar. Los mejores ya han sido ocupados y el resto tienen el suelo mojado. Encuentro un lugar a los margenes de la zona utilizada por todos, limpio el suelo de las piedras y ramitas y monto mi tienda de campaña. Una vez al interior comienzo a ponerme toda la ropa, tres pares de calcetines y dos pantalones y me envuelvo en mi saco de dormir, que no es realmente para montaña, desde que tuve que elegir uno intermedio porque el viaje incluye zonas frías y calientes. Para compensar el frío de la noche que llega a 0 grados con mucha humedad hay un manto térmico de emergencia para retener el calor corporal y pequeñas bolsas que si se aplastan liberan el calor durante 3 horas que me pongo entre los calcetines. La noche la paso sin dormir demasiado, despertado por ciertos ruidos desconocidos, por el frío de los pies y la emoción de ver el amanecer bajo la montaña principal del parque. Me despierto convencido de que ya es casi la hora de levantarse, así que tomo mi móvil para ver la hora exacta y me encuentro con la sorpresa de que el frío ha agotado la batería. Después de varios intentos inútiles, permanezco despierto con cuidado para escuchar el momento en que otras personas se despiertan. A las primeras voces me levanto y comienzo a prepararme para la caminata de una hora y media por un camino bastante empinado. Con la linterna empiezo a seguir las luces de algunos excursionistas ya adelantados. Convencido de llegar tarde, empujo con fuerza mis piernas, subiendo en tiempo récord y superando a todos aquellos que unos minutos antes parecían estar lejos. Llego solo sin nadie frente a la laguna puesta al pie de la enorme parte rocosa de la torre por excelencia de los Andes patagónicos argentinos. Todavía está oscuro y el viento frío sopla con la luna llena que ilumina las montañas como una farola. Me sacrifico 5 minutos para ponerme sin camiseta y secar el sudor de la subida con una toalla y luego ponerme otra camiseta seca. Muchos sabrán que es un sacrificio que vale la pena para no enfermarse.

Lo único que no puedo resolver es el frío en mis pies debido al hecho de que uso tenis normales (abandoné mis botas de montaña en el campamento del pueblo porque eran nuevas y me estaban destruyendo los tendones). A medida que el brillo del cielo se vuelve más intenso, el número de personas presentes se hace más grande. Como por casualidad, el intento de calentar el teléfono da sus frutos al encenderlo un minuto antes de que el sol salga detrás de las montañas para inmortalizar el momento.

Paso una hora a caminar por la laguna y otros miradores y alrededor de las ocho comienzo a bajar. Hago todo muy rápido, así que también esta vez me encuentro solo en el camino que ya había recorrido el día anterior. Me paro en los distintos puntos que me habían fascinado antes para observar el panorama con una luz diferente y ciertamente mejor para las fotos porque la vista no está contraluz. Poco después de entrar en el bosque principal sucede que me encuentro cara a cara con una especie de ciervo (hembra creo) sin cuernos que rumie mirándome a los ojos. Con naturalidad y sin pánico poco a poco se aleja mientras busco desesperadamente el teléfono para tomarle fotos. Le saco hasta un vídeo y siguiendo el sendero aviso a los varios excursionistas de andar con cuidado y observar a ese animal.

Una vez al pueblo recupero la mochila más grande y voy a ver qué autobuses se dirigen a Bariloche otra etapa de la Patagonia y la última que preveo antes de pasar a Chile.

Son más de 1000 km, me gustaría hacerlos a dedo, pero el poco tráfico y el tiempo que uno tarda viajando así significa hacerlos en dos o tres días, demasiado para mis planes.

Así que al día siguiente me embarco en un viaje de 24 horas a Bariloche donde me espera Agustina, mi anfitriona de Couchsurfing. Desde donde el autobús me deja todavía faltan unos 6 km hasta llegar a la casa de Agu. Empiezo a caminar hasta que un joven se ofrece voluntariamente a acompañarme. Le agradezco mucho el tiempo que me ha ahorrado y entro en el gran jardín de Agustina donde un perrito de pocos meses, Asia, corre hacia mí alegremente. La casa está ros arboles en una zona residencial no cerca del centro de la ciudad, pero más cerca al llamado Circuito chico y largo donde uno puede hacer ciclismo y kayak.

Augustina estudia un doctorado en biología y es una amante de la montaña, en particular de la escalada, y me anima a hacer senderismo en el Refugio Frey, un sendero famoso por la población local que conduce al monte La catedral donde hay un pequeño lago además del vasto panorama. En un día azul claro de 27 grados vamos con un ritmo bien sostenido y completamos los 9 km en unas 3 horas. Con el tiempo ganado nos permitimos de descansar al sol y llegar más allá hasta la punta final. Sólo en el camino de vuelta me doy cuenta de que el aire fresco había ocultado el poder del sol y cuando me miro en el espejo me veo con un color rojo camarón y marcas de mangas.

La noche después de la cena la pasamos en un pub cerca de la casa donde tomamos una cerveza con una amiga suya de visita de Chile donde ha estado viviendo durante 9 años trabajando en el parque Torres del Paine. Entre las varias historias que se suceden le muestro mi avistamiento de un supuesto ciervo en El Chalten. Al ver las fotos con emoción y sorpresa exclama: "¡pero esto es un Huemul! En 9 años los he visto una vez, están al borde de la extinción. Tienes que decirme dónde y cuándo lo viste y lo pondré en nuestros registros".

Con esta noticia de mi primer gran encuentro fortuito naturalista (no será el ultimo) continúo los dos días siguientes dándoles vueltas al lugar en bicicleta y luego en kayak. La zona es hermosa y los días son soleados y cálidos aunque ya estamos casi en otoño. Me atrevo a ir a nadar a uno de los siete grandes lagos de la región y debo decir que no es tan relajante porque el agua parece tan fría que te quita el aliento. Esta región se llama Suiza Argentina y de hecho las casas tienen un característico estilo alpino, así como jardines y bosques de coníferas que están dispersos entre colinas y lagos.

 

Como última noche me ofrezco a cocinar un risotto para Agustina y sus padres a la vuelta de un viaje. Abrimos un vino argentino y disfrutamos del momento de convivencia antes de empezar a preparar la mochila para la salida de la mañana siguiente a Puerto Varas en Chile. Esta etapa se decide puramente al azar mirando el mapa y algunas fotos en Internet. Con unos pocos mensajes incluso encuentro la disponibilidad en couchsurfing, así que sólo tengo que llegar.

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